jueves, 22 de julio de 2010

La luna y el ciprés: testigos mudos de la tragedia

Durante setenta y cuatro años ha guardado su secreto el viejo ciprés del Cementerio. Un secreto que atesoró cuando solo era un pequeño arbusto plantado en el altozano del cerro de San Cristóbal, en las tierras que conformaron la nueva necrópolis de la vieja Ipagro.

Corría la década de los años treinta del siglo XX cuando en una noche de bochorno agosteño se arremolinaban junto a él los murmullos de afligidas voces. Dos individuos relataban sus desdichas mientras zanjaban la tierra con golpes secos de azada. El incipiente agujero se tornó perfecto rectángulo cuando su profundidad llegó a ocultar los cuerpos de los dos braceros.

Allí permanecieron hasta que la alborada del nuevo día clareó sobre el picacho de la lejana sierra egabrense. Fue entonces cuando se acercaron otras personas que, asomándose al oscuro foso, recabaron a los operarios para que cavasen a mayor profundidad.

A media mañana los improvisados sepultureros abandonaban el camposanto con las azadas y espuertas al hombro. El chirriar de la aldaba en su ajuste al pasador del viejo portalón de hierro señalaba el fin de la agotadora faena. De nuevo el silencio se apoderó del lúgubre espacio y durante todo el día nadie osó traspasar los negros barrotes de la ovalada cancela. Solo los rayos del sol alcanzaron a penetrar en el hoyo cavado durante la madrugada, llenando de luz el vació de tierra, mientras el esbelto ciprés proyectaba su sombra hasta cubrir la negra cruz que remataba el tejado del cercano osario.

Pasaron las horas del estío veraniego y la tarde fue cayendo impávida sobre el blanco caserío del pueblo, mientras la cerrazón de la noche avanzaba por las Cañadas envolviendo con su negro manto las lustradas tapias del nuevo cementerio. En la lejanía los ladridos iracundos de los perros presagiaban una tragedia que sólo los sicarios de la libertad conocían de antemano. Desde la jornada anterior estaban avisados para acudir al cementerio con las últimas luces del día.

Pronto llegó la noche y pronto estuvieron prestos los verdugos para consumar el sacrificio humano. Sombras hieráticas proyectadas sobre la pared de la capilla por la tenue luz de los candiles auguraban una inminente tragedia; su silencio delataba la complicidad con la barbarie que iban a cometer. A lo lejos se escuchaba ya el runrún del viejo camión del matadero que bufaba subiendo la cuesta de las Culebras en un viaje inusual. Su carga no era de la de todos los días…., diez apesadumbrados hombres consumían, sin saberlo, los últimos minutos de sus vidas.

Diez mortajas cruzaron la cancela del camposanto y un escalofrío de muerte surcó las entrañas de la tierra. Diez muertos vivientes caminaban hacia el obsceno martirio de la injusticia. Diez vidas cegadas por balas de intolerancia eran rematadas con el tiro de gracia. Diez muertes redimidas del pecado por rezos vejatorios de padrenuestros y avemarías eran sepultadas bajo la infamia del olvido. Diez cuerpos eran lanzados al abismo de las catacumbas por la fuerza de la sinrazón.

Como únicos testigos del drama la luna llena de agosto, roja como una inmensa amapola en un trigal dorado de estrellas, y el joven ciprés cuyas raíces, manchadas por la sangre vertida, percibieron los escalofríos de la muerte. De silencio se cubrió el campo de cruces cuando el redondo astro, aterrado por la dantesca escena que acababa de presenciar se ocultó tras el campanario de la ermita. Una brisa inesperada batió el badajo de la campana y esta lanzó al viento una agonía de muertes anunciadas mientras el cura voceaba el Réquiem canti in pace en el católico recinto.

Se nubló la noche de miedos cuando la tierra volvió a la tierra y llenó de tinieblas la tumba de los tormentos donde reposaban ya los diez cuerpos envueltos en sudarios de dignidad. Todo se había consumado y de nuevo el silencio imperó en la historia para ocultar la barbarie que callaron durante tantos años los histriones de aquella masacre. Solo la luna y el ciprés conocían el secreto del martirio. Su silencio no fue de complicidad sino de impotencia para revelar los asesinatos cometidos en una calurosa noche de agosto de 1936 en el Cementerio de Aguilar.

Tras la larga madrugada de rabias contenidas, madres, esposas e hijos, ahogaron con llantos sus iras mientras la muerte sesgaba sus entrañas y los pañuelos de luto cubrían para siempre sus vidas.

Pero nada permanece oculto a la eternidad de los tiempos, y los vientos de libertad volvieron para levantar la postula de mentiras que cubría el sepulcro de la ignominia. Setenta y cuatro años después la memoria recuperada ha liberado al viejo ciprés del secreto que envenenaba su savia. La tierra se ha abierto de par en par para que la verdad sepultada proclame la injusticia cometida y la luz que irradian los cadáveres redimidos nos brinde la única Paz posible, la de la concordia.

Antonio Maestre Ballesteros